31 octubre, 2007

cólera

Era una de esas tardes de ventarrones primaverales y un sol tibio incapaz de calentar un alma en proceso de congelación. La sensación de catástrofe concentrada en los intestinos había empezado a gestarse desde antes de haber dirigido cualquier palabra o haber escrito cualquier mensaje a modo de explicación. Y el espasmo frío de esa clase de fiebre ya había comenzado a helar su alma con cada día igual al anterior que volvía a empezar con la monotonía y la función de un velorio: enfriar al muerto hasta estar seguros de que no iba a pararse repentinamente escupiendo pétalos de margaritas y maldiciendo a medio planeta preguntando a gritos que qué carajo estaba pasando.
Ya no era suficiente con cargarse de chales y guateros, cada noche parecía ser más fría que la anterior. La sola idea de haber sido engañado le helaba hasta la médula de los huesos. Lo sacudían ataques de escalofríos y arcadas secas que lo estremecían de rabia y de pena y de decepción. Sólo alguien tan estúpido como él podía haber caído en aquella trampa tan poco sofisticada y haberla tragado de principio a fin; sólo había cruzado por su cabeza una mínima sombra de duda que no duró más de 4 segundos y medio, y que con un solo movimiento de su mano izquierda había espantado, tal como se espanta un zancudo invisible al escuchar el zumbido en la oscuridad. Era cierto lo que le decían sus amigos: eso te pasa por weón. Debió haber averiguado más sobre aquella criatura recién aparecida y haber desconfiado de ese aire de diosa escapada del mismísimo Olimpo; pero había sido justamente ese el aire que desde el primer instante, aspiró profundamente repletando sus pulmones y su estómago de un perfume de fresias amarillas y violetas capaz de hacer sonreír al más parco de los veteranos de la guerra. Así era ella: arrogante, intempestiva, arrolladora. Pero con una mirada dulce y una sonrisa tan generosa que no podía sino parecer una especie de hada, un ser temible pero brillante, como salido de una fantasía de C.S. Lewis. Difícil desconfiar de aquel magnetismo cálido y de esos movimientos tan elegantes que acompañaban cada una de las frases con que había relatado su historia; había escuchado embrujado y atento cada una de sus palabras y había creído en casi todas. Ahora eran todas esas palabras las que resonaban en su cabeza y en su vientre, como si una mano le revolviera las tripas con un cucharón de piedra. Se sentía como un muñeco de goma masticado y escupido por un perro adorable; se sentía como recién parido, después del golpe contra el suelo, con la vista turbia y los músculos adoloridos, desorientado y perdido ante un paisaje borroso; se sentía como un novato taciturno, como un imbécil que nunca aprendió nada de sus errores anteriores, como un desconfiado profesional pero inútil, incapaz de hacer su único trabajo: desconfiar.
Así se sentía en el frío de la incertidumbre y con el frío de esperar lo peor. Porque ahora, después de caerse de bruces, desconfiaba de todo lo que alcanzaba a recordar. Desconfiaba ahora, cuando ya era demasiado tarde, mientras la rabia de saberse usado y desechado le florecía en todas las cavidades internas, formando cristales de hielo en su sangre que se sentían como mil agujas clavando las paredes de sus arterias. Y mientras todo su cuerpo parecía querer estallar y desaparecer en un charco rojo y viscoso, su cabeza seguía repasando una y otra vez todos los acontecimientos, tratando de encontrar el punto clave en donde había empezado a hacer todo mal o todo al revés de cómo debía hacerlo. Examinaba sin recreo cada una de las partes de la historia que aquella mujer le había relatado; recorría mentalmente cada centímetro de su cuerpo teatral, para ver si lograba ver en su memoria un gesto delator del cual obtener al fin una razón, una explicación a la maldad que lo mantenía desde hacía 3 días empapado en angustia y en sudor helado, en un estado semi-catatónico e inapetente que hubiera hecho llorar a un pilar de mármol. Pero no lograba encontrar nada, y peor aún, sólo alcanzaba a recordar lo hermosa que ella era, tan natural, tan sonriente, tan encantadora. Y volvía a preguntarse quién podría haber desconfiado jamás de toda esa belleza, y se consolaba por unos minutos pensando que cualquiera, que todos, habrían caído de la misma forma: ultimados por la estafa más maravillosa de este y todos los mundos. Quizás en parte tenía razón, pues cualquiera que tuviera un corazón tan grande y dispuesto como el suyo, hubiera caído en el engaño también; cualquiera que tuviese tal transparencia en el alma y tantos deseos de dar y recibir felicidad, se hubiera contagiado con ese cólera frío e invasivo que no dejaba un sólo centímetro del espíritu sin infección. Quedaba ahora guardar cama y esperar que, en unos días, la enfermedad se cansara de su propia gula y le dejara algo de tripas y de corazón para poder ponerse de pie.
Ya lo había decidido: en cuanto se le descongelara el alma y pudiera sostenerse a sí mismo, iría a buscar la explicación que le debían y la dignidad que se le había caído en algún lugar del camino. Porque iba a demostrarle a todos los que se habían reído a carcajadas de su inocencia caída en desgracia, que saldría de la cuarentena con la frente en alto y el orgullo completamente restaurado.
-Van a ver que de weón, tengo la pura cara.

2 comentarios:

Cotte dijo...

Amiga! Tu sabes que tb te adoro!... Me encanta ser la primera en saber...
No sé si en algún momento te lo he dicho, pero te considero casi una hermana...
Los momentos malos, el retorcijón de guata, el hielo del alma y las lágrimas, són para disfrutar aquellos momentos en que la vida no puede ser más hermosa que con una simple brisa sobre tu pelo y dulce beso sobre tus labios. Si no sufriéramos así, jamás llegaríamos a dimensionar lo hermoso de la vida en la smpleza de los detalles.
Tu sabes... sólo paciencia... Tú debes ser feliz, no hay otra meta en tu camino, se nota!.
Un beso gigante...
Te adoro.

Anónimo dijo...

.... y continuará...