12 marzo, 2008

Me siento como una inválida. Una semana y media ya sin poder correr, con una pata jodida con una tendinitis que nunca antes me había dado, ni en mis tiempos mozos de patinadora, ni cuando me colgaba del trapecio, ni cuando me hice adicta a la danza, ni con las patadas que aprendí en tae kwon do, ni con mi prueba con el yoga… pero quice dármelas de deportista públicamente y empezar a trotar y listo: tendinitis.

Una semana casi desde el diagnóstico, con el estómago hecho pelota con los antinflamatorios y una leve-ridícula cogera que no puedo evitar porque de verdad duele. Y además de sentirme como gato enjaulado porque no puedo salir ni a caminar un rato, me siento pesada, un poco ahogada, sin poder salir a correr unos kilómetros mientras escucho música y pienso en el ritmo de mi respiración para no cansarme. Porque este encierro sí que me cansa.

Hoy hubiera corrido 10 km; hoy hubiera salido a correr hasta perderme en algún lado. Hoy hubiera cambiado la mitad de lo que tengo por esos 30 minutos de abstracción para pensar en todo pero en nada realmente; hoy hubiera dado un pedacito de mi alma por esa sensación de limpieza que me queda después de transpirar media hora de toxinas y mierda que me pesan y asfixian cuando se acumulan, sobre todo cuando ando convertida en un imán para eso.

Hoy hubiera corrido para regalar un alfajor y un beso y recibir una sonrisa a cambio, pero me tuve que quedar aquí sentada, adolorida y agotada de mirar la misma pantalla por mil horas seguidas.

Hoy, la maratón y esa sonrisa me hicieron falta.

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